Compost (2013)

Víctor Quezada

Y su último acto de amor fue abandonarme. Al cuidado de mí mismo, a mi hombría.
No lo comprendí hasta ahora, cuando el sol acaba de formar los contornos de la casa, abierta la ventana.
Aquí es donde comienza nuestra historia.
El cine debería olvidarse de la escena improbable, abandonarse a la cotidianidad más fome. Ese podría ser el cine que nos guste, que es lo mismo que decir que ese podría ser el cine que represente nuestra vida juntos. La que comienza hoy, cuando abres la ventana tras habernos quedado dormidos toda la noche del sábado. Pues ese cine encontraría una belleza en la luz que transita entre los poros de tus axilas, los vellos de los brazos, y te dibuja una silueta más esbelta, más atractiva, más alienada en la luz del mediodía.
La historia cotidiana, el aburrimiento, es obvio, no llegan al cine. Esta película interior, la que alguien dijo que todos alguna vez tendríamos la posibilidad de filmar (en nuestras propias casas, con nuestros amigos) permanece inédita.
Los domingos, por flojera, cruzamos la calle hasta el restorán chino. Nos reímos de la ortografía del menú que no es más que el reflejo de la dificultad que tienen los dueños para hablar español, asimismo su rudeza, el miedo que nos tienen. Para ti, sin embargo, aquella actitud no es más que acedia, el demonio meridiano, irresponsabilidad.
Pedimos wantán frito para amortiguar la espera de los otros platos. La espera que es una secreta venganza, me convences. Que parecemos demasiado felices, ridículamente luminosos en contraste con las demás familias. Que Tao Liu, la hija, nos espía agazapada aguardando que terminemos con esta espera. Que el lugar está por caerse. Que tenemos una vida por delante. Que sería injusto, bla, bla, bla. Que nos amamos. Que Tao Liu está de nuestra parte y comienza a correr.
Duermes en la pieza del lado, el mediodía con su presencia irrefutable. Trato de aligerar mi peso y el peso de las cosas, fundirme en una sola entidad ligera.
Abajo, los peruanos se llaman entre sí, reverenciando a transeúntes, propietarios de este sitio.
Un mar imposible sobre las calles y tejados. Otra vez el mediodía y su presencia irrefutable.
Salgo a comprar. Entre sus manos, la fruta adquiere una dignidad especial, es quizás la luz que las devuelve a su consistencia, en ese cesto oscuro.
Reconozco en las manos una delicadeza familiar; en su cuerpo, la versión menuda de mi cuerpo. Yo, más blanco, me camuflo entre los rubios, pertenezco a ellos con vergüenza.
Hemos convenido juntarnos cerca de la estación de buses interurbanos. Odio ese lugar, el olor a fruta podrida, el olor a orina que es también el olor de los vagabundos que -a las doce del día- disfrutan los domingos extendidos en la vereda junto a sus perros. Acaso los perros –esos perros tiñosos- sean la criatura menos deshonrosa de todo este lugar. Alrededor, los vendedores callejeros se ríen de mí con insolencia.
La veo llegar desde la esquina. El gran portal de la estación la hace caer como naturalmente caen las cosas en su sitio. Reconozco en ella algo que todavía puedo llamar cercano. Pienso que esa es la razón por la que vine hasta acá, la única por la cual saldría al encuentro cariñoso de sus brazos. La veo preguntar por alguna indicación a esos hombres que la complacen, sonreír con ellos y dejarlos, mirar luego confundida a ambos lados de la calle.
Entonces, digo, para mi satisfacción: Vagabundos recostados junto a unos perros. En su cama de frutas, la luz del mediodía les arrebata la sombra.
Rodrigo llega hoy, como siempre, a visitarnos. Esta vez no tiene alguna historia maravillosa; su más simple presencia a cambio, lo que es adorable, como siempre.
Comemos lo que podemos ofrecernos este fin de mes, sobras de los minutos que dedico a nuestra alimentación, restos de recetas que investigo para sorprenderte.
Tomamos vino y escuchamos música. Rodrigo a veces canta, pero hoy está distinto, no ha arreglado su barba. Ha estado traduciendo a Janet Frame y nos muestra “Friends far away die”. Me emociono con el final:
“Tal vez nos tomemos una sopa de wantán
Te lo prometo. Ningún plato puede hacerte mal ahora”.
Viví en la rotisería glam durante un par de años. Esa casa que era un infierno los fines de semana. David tocaba el piano y leía Cien poemas de la dinastía Tang mientras pensaba en una muchacha del caribe. Rodrigo se disfrazaba de Johnny Cash por la mañana, de Humphrey Bogart por la noche y Juan Manuel pensaba en su madre, en la posibilidad de un discurso neo-americanista, neo-indigenista, en irse definitivamente a Mendoza o en escribir por fin el libro que escribirá en el futuro. Yo los espiaba por las cerraduras aprovechando mi fisonomía.
A veces les leía mis poemas en voz alta, los obligaba a aventurar veredictos. Ellos guardaban un respetuoso y necesario silencio.
Christian se vino por una semana. Antes había estado dos años o algo así, ocupado en leer la Metafísica y a Petrarca en ediciones indecorosas. Estamos en la rotisería, mañana mismo se vuelve para Asunción. Tenemos unas cuántas horas que aprovechamos para conversar, mirarnos las caras después de tanto tiempo, adivinar las transformaciones más superficiales de los rostros, la panza en cada uno, el peinado, la facha; aprovechar la luz de esta tarde de verano, porque la luz se ha hecho más importante, vivir de día, estar sentados, mirar detenidamente el entorno.
Nos vamos por un rato a la plaza, espiamos a los niños que juegan en ese sitio: el roce de los brazos jóvenes en los árboles, la fricción en los toboganes, columpios y tiovivos, el ardor que en nosotros persiste señalando una herida sin cuerpo.
Sentados en nuestra flacidez de ilustrados nos confundimos con padres y pederastas. Mejor ir y embestir, usurpar y colonizar los juegos, ahuyentar a los niños, horrorizarlos con nuestro entusiasmo.
Perdidos los ojos en la gran mancha de luz que es el verano, extendemos los brazos al cielo. La ciudad, como nosotros, iluminada con generosidad pero vacía.
Hoy, en otra ciudad, nos encontramos. Estamos juntos toda la tarde. Ahora Christian tiene una hija y una esposa, una remera beige, championes de fútbol y una explosión de canas a un lado de la cabeza, como si un polvo blanquísimo escapara por su cuesca fisurada.
Me tiene un regalo. Vuelve con un libro que hace un par de años yo le di a él, cuando se fue para Asunción definitivamente. Dice que no entiende en primer lugar por qué se lo regalé. Yo me callo. Siempre es una cagada que te dejen solo.
Bandoleiros comienza con la muerte de João, pero termina con ambos en el aeropuerto, separados por la pared de vidrio del pasillo de la Aduana. João lo viene a recibir, él recién viene llegando de Boston. “João estaba allí del otro lado, con su brazo bonito doblado hacia arriba, la mano contra el vidrio, y yo fui allí, puse mi mano en el vidrio, justo en la mano de João”. Condenados a encontrarnos en pasillos, salas de espera, en los aeropuertos, lo que persiste es ese gesto.
Evitar todo dramatismo, que esto se vuelva un elogio de mi personalidad. La calma a cambio, el resplandor en las cosas.
Mientras Eduardo me invita a revisar a algún crítico argentino lector de Benjamin y especula sobre la reapropiación de la experiencia o, simplemente, nos agarramos a cachetadas, él, conmovido llega esta noche y nos cuenta sobre su hermano. Su hermano mayor que es mayor que mi padre y seguramente morirá antes que mi padre. Lo ha pillado en la cama inconsciente. Tiene pena, su hermano quiere dejarse morir; él quisiera asistirle la muerte.
De inmediato pienso en los estoicos antiguos, en Demócrito de Abdera, en Hegesias, en Dionisio de Heraclea, en La Grande Bouffe. Me provoca hacer algún comentario al respecto, pero me contengo avergonzado por querer reducir todo a una cita, a una referencia recóndita o, para ser más estrictos, a resaltar alguna intertextualidad.
Cuando estamos solos, en cambio, me cuenta sus sueños. Está postrado, una anciana intenta reanimarlo, le ofrece de sus manos un montón de coca por una bombilla de la que inhala. Le acaricia la frente, lo envuelve en un manto y lo carga sobre su espalda.
Esta es la imagen de mi padre: la opresión del sol, el arco que forma el pecho y los brazos extendidos si, arrobado, miró a lo alto inhalando la densidad del mar, en un día de verano.
¿Y si ellos pudieran hablar de mí? Si les fuese permitido hablar, ¿qué dirían de mí, de lo que deliberadamente dejo fuera de la representación?
Esta es la fundamental injusticia de un libro. ¿Qué dirían si les fuese permitido hablar?
Un pranayama, dos pranayama, tres pranayama. Saludas al sol mientras prendo la estufa. Mañana de invierno. Recolecto la comida tirada, las botellas vacías, los papeles y salgo a tirar la basura. Luego de unos pasos recuerdo el poema del pelado y me devuelvo a tomar las llaves.
La luz del pasillo ilumina con dificultad mi camino de regreso. Om hrum suryaya Namaha. Om hraim bhanave Namaha. Y la casa agobiada por un fuego sagrado.
El sol se entromete en las nubes para por fin dar comienzo al día. Se trata ahora del retorno de la lluvia, la huída del agua posada en los hombros de los transeúntes: la ropa renueva su esplendor. Pronto, pequeños destellos chisporrotean la avenida. Monedas pasando de mano en mano, dientes de oro, colleras. Las botellas, el bardo, los cuchillos.
Hoy es la noche de año nuevo, Eduardo nos acompaña. Preparo lomo saltado y cenamos. El cielo lleno de fuegos artificiales se desploma sobre nuestras cabezas y las cabezas de los vecinos. Eduardo concurre a abrazar a los desconocidos, comparte su champaña y lanza gritos, muy en contra de su usual recato. Tú me dices: es bueno vivir aquí. Me miras, pienso un segundo y me niego a asentir, coronado de colores.
A solas el día parece más largo.