Compost (2013)

Víctor Quezada

Un sol blanco

Una vez entrada la noche ocurre que los ojos se acostumbran a la oscuridad. La pupila se dilata y consigue distinguir aquellos segmentos más claros en las murallas u oscuros; ver por ejemplo los cuadros colgados en la pared que da hacia la calle, donde el celeste de los muros dibuja nítidamente ahora –cuando la noche ha avanzado tanto– el rectángulo que los forma; rectángulo descompuesto en otras tres figuras rectangulares, colocadas a la misma distancia una de otra: dos líneas horizontales y seis verticales, paralelas, inacabables, superando la dimensión del edificio, la ciudad y el mundo, pero, asimismo, acotadas en un rectángulo de treinta centímetros de ancho y ochenta de largo, apenas dos mil cuatrocientos centímetros cuadrados. Y en medio de todo, los seiscientos centímetros cuadrados del espejo, como el centro de una red imaginaria en la que el ojo ha sido atrapado.
La forma del ojo es almendrada, un poco corva hacia el lagrimal que dibuja una pequeña elipse en virtud del encuentro con el párpado inferior; pero si lo pensamos bien, la forma del ojo es más parecida a la imagen que tenemos en la mente del contorno de la hoja de un árbol (¿cuándo cae un árbol en la selva?): los párpados se juntan en el lado opuesto en una punta filosa, inclinada un tanto hacia arriba, aunque el conjunto del ojo, sumadas las ojeras, se vea más bien decaído, anciano. A partir de aquel punto aguzado, aparecen ramificaciones que siguen el mismo sentido que las venas en la retina; fuera del ojo, quedan marcadas apenas cuando este no está cerrado o entornado, pero si los músculos que ayudan al movimiento de los párpados se accionaran –si el mundo de pronto se le viniera encima– estas ramificaciones se convertirían en surcos, notorias líneas en forma de raíces. La piel de los párpados, como la retina y las líneas que se extienden hacia la sien, muestran el mismo patrón que sus venas, las que, si nos acercamos un poco, pueden verse con un tono rojizo bastante sorprendente para no estar acostumbrados a mirar las cosas de forma tan detenida.
Ahora, si seguimos mirando y con mayor atención, podríamos reconocer las figuras que el ojo ve y están siendo reflejadas en su iris: una luz diminuta se nota del centro hacia arriba e, inmediatamente hacia abajo, dos pequeñas figuras humanas sobre una embarcación, una góndola quizás; en el fondo, por la línea del horizonte, edificios marcan la presencia de una ciudad erigida sobre las aguas.
Las figuras humanas parecen ser la de una mujer y un hombre que va remando. La pierna izquierda del remero –o derecha si reconocemos el efecto del reflejo en el ojo, que invierte la imagen– está apenas flectada, un poco más adelante que la otra que sostiene la mayor parte del peso de su cuerpo, encontradas ambas piernas en la línea de la cadera que asciende por el torso, inclinado hacia atrás, y forma un cauce entre los hombros hasta la parte baja de la espalda. El cuello del remero en un trazo inconcluso se proyecta al cielo: la línea de la nuca del remero da inicio a la mollera y continúa con la frente que mira en cuarenta y cinco grados, tomando como referencia la otra línea que –podemos imaginar– los extremos más altos de la góndola dibujan, paralela al horizonte. Sus brazos se notan fuertes, en dos ángulos rectos recostados sobre la línea horizontal imaginada en la góndola, sosteniendo el largo remo que cambia su color más o menos en el segmento que serviría de cotejo entre la altura del hombre y la dimensión completa del remo; a partir de allí, se oscurece, humedecido por las aguas que saltan al contacto con la madera, cuando el cuerpo del remero se mueve para impulsar la góndola.
La mujer usa un enorme sombrero blanco y sin brillo que contrasta con la moda que parece imponerse; vestido con ropas oscuras y una manta negra sobre la cabeza, aun otro hombre, por la parte delantera de la góndola, va sentado; solo la mitad de su tronco se nota, la cabeza a la altura de la rodilla doblada del remero que, hacia la popa, aparece de pronto inmóvil. Los tripulantes no tienen vínculo alguno: el remero, a un extremo de la nave, atiende a su trabajo y el hombre sentado en la proa mira hacia delante, como si su destino estuviera cumplido de antemano. La mujer del gran sombrero blanco quizás contemple el paisaje; tras el hombrecillo oscuro, edificios de arquitectura antigua abarcarían su mirada, pero no podemos estar seguros.
La poca atención tal vez tiente a los incautos a decir que la mancha negra, justo abajo de la góndola, corresponde al reflejo difuso de la propia nave sobre las aguas, pero, sin lugar a dudas, esa mancha negra representa a una segunda góndola que se desplaza en dirección contraria, al ritmo de la marea, hasta perderse en lo que el ojo no alcanza a reflejar –afuera, donde la mañana comienza a anunciarse, a pesar de que el cielo permanece celeste y la sombra de las cosas señala que el sol ha pasado su cénit–.
En el extremo inferior izquierdo, un triángulo irregular comienza a aparecer, lentamente, a medida que trasladamos la mirada. Sus movimientos son calmos, como los de una embarcación que se deja libre, tomando el curso que la corriente le indica. Si comparamos esta figura con alguna sección de otra de las embarcaciones, podemos afirmar que es una nave de las mismas características, acercándose o alejándose de la primera góndola. No podemos, sin embargo, saber si está siendo dirigida por algún hombre o viaja a la deriva. Cabe la posibilidad de que sea una mancha en el cristalino, alguna enfermedad del ojo que ahora pestañea para rehidratarse y mira hacia afuera, distraído por el aleteo de un pájaro que rompe la noche.
Los arreboles del amanecer inundan las paredes de la cámara, la ventana se abre y, abajo, los trabajadores irrumpen la calle camino del mercado.